Las Fiestas del Renacimiento, con las que tan fácil resulta no estar de acuerdo, sólo son un episodio más de la serie de calamidades que debe padecer el casco histórico de Úbeda como consecuencia de haber sido declarado Patrimonio de la Humanidad y, en consecuencia, estar en el punto de mira de todos los bienintencionados que pretenden revitalizarlo.
De estas fiestas, salvo que coinciden en el tiempo con el aniversario de la declaración, poco se puede decir. Ni tan siquiera que son una bufa parodia del Renacimiento, puesto que de hecho ni son renacentistas ni pretenden serlo, puesto que adoptan el adjetivo de templarias, medievales, de primavera, verano, o renacentistas según las exigencias del patrocinador de la fiesta. El patrocinador sí es un elemento esencial de todos estos chiringuitos: el que paga, que el que fija el cartel, siempre es un ayuntamiento.
En el caso de Úbeda, ante el asombroso escenario en que se convierte la Plaza de Vázquez de Molina, lo chabacano del montaje queda tan en evidencia que poco hay que abundar para convencer a quienes concurran a acontecimiento tan penoso.
Pero decíamos que las fiestas del renacimiento son sólo un episodio porque lo peligroso hasta la degradación es que todo aquello que consista en fiestas no tradicionales, que haga de la utilización abusiva de las vías públicas su principal característica, adornado siempre de cientos de vehículos mal aparcados y decibelios de sonido sin cuento que se perpetúan hasta bien entrada la noche, tiene por voluntad municipal su sede en la misma porción del casco histórico. Se diría que más que revitalizar el recinto intramuros lo que se pretende es sobresaltarlo, desvelarlo y sumergirlo en una vorágine permanente que, si no fuera porque siempre interviene y consiente la autoridad municipal, podríamos calificar como macrobotellón perpetuo.
Si no, recordemos también las fiestas de la tapa, las cruces de mayo, los mercadillos medievales y un etcétera tan largo que sólo los vecinos de la plaza Primero de Mayo serán capaces de recitar como letanía.
Todo esto termina, no puede ser de otro modo, con la institucionalización del casco histórico como lugar de expansión festiva del resto de la ciudad de Úbeda. Porque no nos engañemos. Ni fiestas del renacimiento, ni de la tapa, ni cruces de mayo ni ninguno de estos acontecimientos provocados o consentidos por el propio Ayuntamiento ayudan a atraer ningún visitante a nuestra ciudad. Basta con informarse de los paquetes turísticos en las agencias de viajes para comprobarlo. A lo sumo, los turistas que circunstancialmente se encuentren en la ciudad participarán (cómo podrán evitarlo los clientes del Parador Nacional de Turismo, por ejemplo) de la fiesta de turno, utilizando los bares mal montados en que consisten finalmente todas estas celebraciones.
A la postre, el casco histórico de Úbeda (en el eje que va desde la casa de las Torres hasta la plaza Primero de Mayo, pasando por la de Santo Domingo, Juan de Valencia, Vázquez de Molina y Alonso Martínez) se ha convertido en un ferial permanente que, a medio plazo, no tendrá más consecuencia que hacer de todo el conjunto un espacio inhábil para vivir en él. Eso, por otra parte, no dañará el negocio porque, a la postre, feriantes y clientes viven en otros lugares.
Curiosa paradoja. Cuando desaparezca la última tienda de ultramarinos en el casco histórico y sea sustituida por otro bar con terraza de verano, el ciclo se habrá cerrado: el recinto intramuros, en el que nació y se desarrolló nuestra ciudad, estará plenamente revitalizado y sus últimos habitantes por fin habrán encontrado la paz trasladando su domicilio a cualquier barrio de arquitectura racional y socialmente avanzada del norte.
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