Recuerdo vagamente las salas que ocupaba en el Palacio. Pese a que en los años de opositor había escudriñado abundantemente su amplia y solemne biblioteca, no era habitual en el centro. Como en tantas cosas, Cristóbal me guió con seguridad por las dependencias administrativas hasta llevarme ante una mesa. El orden y la pulcra disposición de cuanto en ella había me trasladaron al Negociado de Quintas del Ayuntamiento de Úbeda. Fue una desorientación momentánea. Corría el año 1988, faltaban meses para la primera huelga general de la democracia y estaba en el Palacio Provincial, no en el de Vázquez de Molina. Al Instituto de Estudios Giennenses había acudido para comprar libros.
Santaella, que así se apellidaba el titular de aquella mesa ordenada hasta el desvarío, fue sacando del depósito todas las obras que estaban a la venta y que guardaban alguna relación con Úbeda. Entre ellas, gracias al afecto que allí tenían por mi hermano –brillante becario de investigación durante tantos años–, se encontraba el último ejemplar en hilo de la edición del libro de Enrique Toral, “Úbeda (1442-1510)”. Lo exiguo de su número de serie no auguraba que acabaría en la biblioteca personal de un modesto funcionario del Ayuntamiento de Úbeda. Allí mismo lo daté y firmé para afincarme en el convencimiento de que el tomo realmente me estaba destinado.
Siempre me había sorprendido la precisión con que recordaba aquella ceremonia cada vez que por una u otra razón hojeaba este libro. Ahora sé que el recuerdo no era perfecto. Estaba incompleto.
Recuerdo a don Enrique paseando por el vasto salón de la tercera planta del Palacio y luego charlando conmigo, sentado en un sillón rojo, durante aquel largo rato que apenas duró una hora. Recuerdo también la timidez con que le ruego que me dedique su libro. Y la forma sencilla en que acepta mi petición y escribe unas palabras en ese último ejemplar.
Santaella, que así se apellidaba el titular de aquella mesa ordenada hasta el desvarío, fue sacando del depósito todas las obras que estaban a la venta y que guardaban alguna relación con Úbeda. Entre ellas, gracias al afecto que allí tenían por mi hermano –brillante becario de investigación durante tantos años–, se encontraba el último ejemplar en hilo de la edición del libro de Enrique Toral, “Úbeda (1442-1510)”. Lo exiguo de su número de serie no auguraba que acabaría en la biblioteca personal de un modesto funcionario del Ayuntamiento de Úbeda. Allí mismo lo daté y firmé para afincarme en el convencimiento de que el tomo realmente me estaba destinado.
Siempre me había sorprendido la precisión con que recordaba aquella ceremonia cada vez que por una u otra razón hojeaba este libro. Ahora sé que el recuerdo no era perfecto. Estaba incompleto.
Recuerdo a don Enrique paseando por el vasto salón de la tercera planta del Palacio y luego charlando conmigo, sentado en un sillón rojo, durante aquel largo rato que apenas duró una hora. Recuerdo también la timidez con que le ruego que me dedique su libro. Y la forma sencilla en que acepta mi petición y escribe unas palabras en ese último ejemplar.
La memoria, que ha guardado este recuerdo con la frescura de lo que todavía no ha terminado, consiente que sostenga la certeza de que un instante después de que recogiera su libro de manos de Santaella usted, don Enrique, me lo dedicó.
Algo ha cambiado en la luz. Observo la letra vacilante con la que arropa sus cálidas palabras. Miro a mi alrededor. La monótona reiteración de los volúmenes confirma que no se trata de otra desorientación momentánea. Nos encontramos en el Palacio de Vázquez de Molina y no en el de la Diputación Provincial. Al Salón del Protocolo del Archivo Municipal de Úbeda usted, don Enrique, ha vuelto para contemplarlo con la misma mirada joven de aquel día en que por primera vez se aventuró en él buscando alguna explicación para el pasado, ignorante de que a ese mismo punto lo habrían de devolver los estrictos rigores del destino.
Los recuerdos triunfan sobre los hechos. Si le parece simularemos, sólo para mantener las apariencias, que sucedió veinte años después.
Algo ha cambiado en la luz. Observo la letra vacilante con la que arropa sus cálidas palabras. Miro a mi alrededor. La monótona reiteración de los volúmenes confirma que no se trata de otra desorientación momentánea. Nos encontramos en el Palacio de Vázquez de Molina y no en el de la Diputación Provincial. Al Salón del Protocolo del Archivo Municipal de Úbeda usted, don Enrique, ha vuelto para contemplarlo con la misma mirada joven de aquel día en que por primera vez se aventuró en él buscando alguna explicación para el pasado, ignorante de que a ese mismo punto lo habrían de devolver los estrictos rigores del destino.
Los recuerdos triunfan sobre los hechos. Si le parece simularemos, sólo para mantener las apariencias, que sucedió veinte años después.
Seguramente tendría una buena acogida una reedición de "Úbeda (1442-150)" por parte de la Asociación Cultural Alfredo Cazabán Laguna
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