CATORCE
LATIGAZOS
Se
eleva enigmática la Gran Pirámide de Keops en la llanura de Guiza, junto a la
extensa urbe de El Cairo, en Egipto, casi indiferente al paso inexorable del
tiempo, desafiando toda comprensión.
La miro por los cuatro costados y no termino de completar
mi admiración y asombro por tanta magnificencia y derroche de esfuerzo. No
vamos a terminar nunca de adivinar sus misterios, sus confidencias y sus
secretos.
Cada noche se alinea con el cinturón de Orión en un
crepúsculo interminable de alucinaciones volátiles en su incesante aleteo
migratorio hacia las estrellas.
¿Cuánta gente fue necesaria para poder lanzar un barco
hacia la eternidad? Un sacrificio ciego que jamás será pagado con todo el oro
del mundo.
Por un día yo también quisiera ser de la cuadrilla de los
amigos de Keops, infiltrarme a través del umbral del tiempo y tirar de la soga
que arrastraba cada bloque de piedra caliza de dos toneladas y media, aunque
tuviera que recibir catorce latigazos por minuto, en ese ensimismamiento de distracción
al que no podría ser ajeno, hasta formar parte de una historia indestructible,
de personas anónimas con una voluntad inquebrantable, para que el nieto de un
dios menor alcanzase la vida eterna.
Formar parte de una época, participar de una obra grandiosa,
la última de las siete maravillas del mundo antiguo, averiguar el secreto que
acumula una creencia que no admite discusión alguna, bien vale esos catorce
latigazos.
Y luego volver con la sensación de haber completado una
vida plena y tener la convicción de ser uno más, tan insignificante como
cualquier trabajador anónimo que quemó su vida cargando una fe tan pesada y
ciega como los cientos de toneladas de caliza transportada a sangre sobre sus
espaldas, una vida que al menos tuvo un sentido, una justificación tan válida
que nos ha dejado sin argumentos frente a la mezquindad de nuestra miserable
existencia.
Francisco Javier
Torres López