miércoles, agosto 28, 2013

LA FERIA DEL 69, EL DÍA DESPUÉS.

LA FERIA DEL 69. El día después. Aquella tarde calurosa de verano, hartos de jugar en el huerto de la casa de mi abuela, nos salimos todos a la calle. Atado a una de las ventanas estaba el burro de mi tío Agustín, a cuyos lomos aupamos sin pensarlo a mi primo Luis, el más pequeño. Una palmada a sus ancas fue suficiente para poner el burro al trote, sin entender bien el peligro de aquella inocente broma. Mi tía Manuela, alertada por nuestras risas y todo aquel jolgorio, acudió al auxilio de su hijo, que cabalgaba sobre el burro llorando a pleno pulmón. Unos y otros desaparecieron de la escena, y no tuve más remedio que asumir mi culpa. El castigo que intuía iba a repercutir en las fiestas del pueblo, y para que no pasara a mayores, tuve que recurrir al refugio de las faldas de mi abuela, siempre dispuesta a mediar en nuestros conflictos y a defendernos incondicionalmente; a pesar de todo, me quedé sin cabalgata de gigantes y cabezudos, sin el bombero torero y otros festejos. Nada de eso me importó. La cabalgata había dejado de gustarme, ya hacia tiempo que había iniciado un punto de inflexión en mi incipiente adolescencia. Todo empezaba a parecerme aburrido, vulgar, ajeno, ridículo e infantil. El castigo venia a reafirmar mi rebeldía y mi inconformismo, como una nueva actitud ante la vida. Mientras las fiestas seguían su curso, y sin nada mejor que hacer, ese día decidimos bajar a la Fuente de la Corregidora a bañarnos en su alberca, cuyo fondo fangoso impregnaba toda el agua de un gris turbio en nuestro chapoteo; no gustaba nada a los hortelanos nuestra presencia, porque ya habían sufrido mas de una vez algún pequeño expolio en sus hortalizas, especialmente en frutales, así que lo hacíamos furtivamente, aunque nunca en silencio. Aquella tarde se encontraban en la Fuente mis primas, acompañadas de una nueva amiga, vecina de la calle, que había venido a pasar estos días con sus familiares. No pude dejar de mirarla, su nombre, Isabel, retumbaba en mi cabeza como diana floreada. Hicimos amistad desde aquel momento, en cuyo preciso instante, acababa de empezar la feria para mi, aunque ya hubieran pasado algunos días desde su inicio. Imposible olvidarla. Sus ojos claros, su pelo negro, su leve sonrisa y su manera distinta de hablar, tímida y elegante a la vez, fueron suficientes para provocar una espantada de mariposas blancas en mi estómago. Su mirada había iluminado senderos sin retorno, oquedades inexploradas hasta entonces, y el arco iris aparecía en todo su esplendor, con otras melodías que surcaban los aires derrochando color y alegría. Brotaban alas de mis brazos, y podía alzar el vuelo con un sencillo soplo de su aliento. Me hablaba, me contaba cosas de su barrio, de su colegio, cosas sencillas de su vida, pero yo no oía nada, solamente la miraba, solamente la presentía como un espectro liviano y volátil, inalcanzable en el avatar de un sueño obstinado. Nos vimos al día siguiente y al otro. Le enseñé todos los rincones más bonitos del pueblo, el castillo, las murallas, la Fuente de la Canal, la calle del duende y los miradores. Subimos incluso hasta lo alto de las Torres Oscuras, desde donde se podía contemplar una amplia panorámica de todo el pueblo, incluso hasta el valle del Guadalquivir, mientras el viento ondeaba su cabello que ella se recogía una y otra vez para que no le tapara los ojos y su rostro. El tiempo pasaba volando desde entonces, y las calles las veía iluminadas con otro color distinto y con otro sentido al que hasta ahora las percibía. Se había destapado el tarro de las esencias, y todo había quedado impregnado de una melodía que solamente nosotros podíamos escuchar. Las fiestas iban llegando a su fin, al igual que su partida, que seria al día siguiente. Habíamos estado por la noche en el cine de verano y luego nos sentamos en un banco de la plaza de la Santa Cruz mientras escuchábamos la música de la verbena que allí mismo se celebraba. Como ya era muy tarde, la hora del alba estaba al llegar, y no tuve otra ocurrencia que sugerirle asomarnos al mirador del parque para ver amanecer, antes de la despedida. Corrimos hacia el lugar, con la sensación de que algo bueno y único podría ocurrir, y nos situamos de pie al mismo borde del talud, frente al abismo oscuro de las sombras de la noche, con nuestras miradas puestas en el punto cardinal exacto, a donde ya se adivinaba un ínfimo resplandor. Nos quedamos en silencio, expectantes, impertérritos, como asomados al balcón de la vida o del mundo, en un extremo inalcanzable e infinito, esperando la salida del sol, abocados a un nuevo día cuya luz dejaría al descubierto los corazones afligidos de los amantes. Esperamos sin mirarnos y aunque no oímos cantar a la alondra, enseguida empezó a desperezarse la vida. Al primer rayo de sol nos cogimos de la mano de manera espontánea, y todo el escalofrío de la felicidad recorrió mi cuerpo. Lentamente se habría paso el sol sobre los cerros del Este, allá por Santa Rita; en un suspiro ya había amanecido. Nos abrazamos fuertemente un momento; era la señal, la despedida inevitable. Se habían unido en un único instante la alegría y la tristeza, pero su nombre quedaba grabado eternamente en mi memoria. Todo se desvaneció como un suspiro en el desierto, y aquel abrazo estrechaba ahora el aire de la nada, sin poder retenerlo, sin alcanzar a tocar la forma que mi pensamiento daba a su ausencia. La feria había terminado para mí desde aquel instante. Ella se marchó y nunca más volví a verla. Al atardecer cogí mi bicicleta y sin rumbo fijo, descendí por la cuesta de la Vega hasta alcanzar el Cerrillo del Tesoro. Allí me detuve como si toda la soledad del universo la hubiera cargado sobre mis espaldas. La silueta del castillo y de la iglesia parroquial se iban recortando en el horizonte, también las casas y los árboles, y sobre el Condado se recostaba la oscuridad. Ya de noche, los fuegos artificiales iluminaban el cielo limpio y claro de Sabiote. Se estrellaban en un punto perdido los cohetes, y caían lágrimas de colores sobre los tejados, que a mi me parecía lluvia ácida que rezumaba de un profundo desconsuelo. Se marcharon todos, los carruseles, los puestos de juguetes, las carpas de los churros y los forasteros. Perdido en alguna esquina de la calle de los Portones había quedado un puesto de turrón que parecía resistirse a marcharse, sin querer asumir su propio destino. Las luces ya no adornaban las calles y algunas guirnaldas y banderitas de papel que habían decorado la verbena, aparecían pisoteadas por el suelo y arremolinadas en los rincones sucios de las esquinas, y la rutina volvió a marcar el ritmo del vecindario. La calle de la feria parecía aún mas solitaria que de costumbre, y tenía el mismo aspecto que un campo de batalla ancestral, en un absoluto abandono y miseria, en donde solamente resuenan humeantes los gritos de la tristeza y los lamentos anónimos que brotan del interior de los corazones derrotados. Todo había acabado. Nuevamente volvimos a jugar en el huerto de la casa mi abuela, donde siempre nos quedaría la higuera, siempre la higuera.