Desde una habitación del hospital descubro cada día la luminosidad del amanecer. Las noches se hacen largas, casi interminables, y, unidos de la mano, descabezo el sueño a trompicones, entre pensamientos tristes y alucinaciones llenas de cansancio.
Oigo algo lejano el llanto de un recién nacido, que ahora me sabe a gloria, y que siempre creí algo odioso e insoportable. Llora un niño que ha llegado a la vida y en su llanto siento a la vida misma, a la alegría de un despertar pleno de ilusiones, un futuro repleto de esperanza, y en casa beso que recibe en sus rojizas y rechonchas manos, un infinito deseo de paz y felicidad.
Observo como cae la gota y sube la burbuja en el suero. Un movimiento mil veces repetido y constante, silencioso y que no deja de sorprenderte, de tenerte en vilo. Otra gota, otra mas… y tu, casi hipnotizado, te impregnas de deseos que nunca has realizado, de proyectos en borrador, de ilusiones y esperanzas.
No, no quiero mirar el reloj, no quiero saber qué hora es en cada minuto de una noche ácida. Solo quiero coger tu mano mientras duermes, velar por tus sueños y esperar que llegue el “Ángel de la Guarda” para tomarte la tensión o para decirte buenas noches.
Desde una habitación, a través de su ventana, veo cada día un nuevo amanecer, un cielo despejado y limpio, y descubro sensaciones nuevas que estaban adormecidas, ilusiones, sueños y esperanzas que nos dan razones para vivir con intensidad la brevedad de lo pasajero.
(diario de un auto-stopista)
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